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sábado, 30 de octubre de 2010
Homenaje 50 años Deigo Maradona
El nacimiento
Ese 30 de octubre de 1960 no fue un día más. Los duendes de la vida, como por un artilugio, se posaron sobre esa humilde casa de Fiorito para recibir a quien sería el jugador más desequilibrante en la historia del fútbol mundial. Ese mismo que nació con una pelota invisible bajo su brazo y que luego la terminó de formar para hacerla inmortal bajo una zurda mágica. Hace 50 años nacía Diego Armando Maradona, un ser racional con sus defectos y virtudes, sus pro y sus contras, pero con el innegable imán de atrapar a todas las miradas dentro de un campo de fútbol, cuando los micrófonos y la vida cotidiana pasaban muy lejos de él.
El Policlínico de Lanús lo recibió para ofrecerlo al mundo. Fue el quinto hijo de “Chitoro” (Diego Maradona) y “La Tota” (Dalma Salvadora Franco), una humilde familia de Villa Fiorito, barrio que lo acobijó en su infancia, una villa miseria donde “Pelusa” comenzó a soñar en grande poco a poco. Un póster de Independiente colgaba de una de las paredes de su casa y, pasito a paso, empezó a respirar el fútbol como un sentimiento difícil de entender pero muy fácil de percibir. Se hizo fanático del “Rojo” y soñaba con ganar una Copa Libertadores en los potreros de su barrio, donde la tierra seca lucía como el mejor estadio del mundo para el joven Maradona.
A los nueve años cautivó los ojos de Francisco Cornejo. El entrenador de las divisiones infantiles de Argentinos Juniors, un grupo de pibes que soñaban con dejar atrás el anonimato y cotizar alto en las canchas de Primera División. La insistencia de los compañeritos de Fiorito, al ver una zurda rápida, atrevida, ágil y sorprendente, lo llevaron hasta “El Bicho”, donde Cornejo no dudó un segundo en ficharlo para su equipo, el cual disputaría los Torneos Evita bajo el rótulo de “Cebollitas” durante los años 1973 y 74. Maradona brilló, de su pie izquierdo nació una aventura que captó todas las miradas, que incineró voces con gritos de gol, que sacudió la modorra de las mañanitas y las tardes con un umbral de talento en estado puro.
Los famosos “Cebollitas” cosecharon un invicto de 136 partidos, una muestra cumbre de un equipo bañado en oro gracias a esa zurda solemne de “Pelusa”. Los hinchas del “Bicho” ya se ilusionaban con un heredero de esa escuela del buen pie, lo veían en el entretiempo de los partidos de Primera División con la pelota pegadita a la zurda, a la derecha, a la cabeza, haciendo jueguitos y transformando su cuerpo en una pintura de un arte futbolístico tan bello como cautivador.
El debut en Primera
Fue en un santiamén, con apenas 15 años y 355 días, en la derrota 0-1 ante Talleres de Córdoba, el 20 de octubre de 1976, donde ese pequeño gigante se convirtió en Maradona. Ingresó en el segundo tiempo por Rubén Giacobetti, con la camiseta 16 en su espalda. En una de las primeras pelotas que tocó no dudó en sacar afuera todo el potrero que acumulaba encima. Tomó la redonda de espaldas al arco rival y con un giro tan eficaz como fachendoso le metió un caño a Juan Domingo Patricio Cabrera, volante del equipo cordobés.
Su primer gol llegó el 14 de noviembre, casi un mes después del debut, frente a San Lorenzo de Mar del Plata. No fue uno, sino dos. El arquero Rubén Lucangioli fue la víctima, en la victoria del “Bicho” por 5-2 en “La Feliz”. El primero fue con un sutil toque por encima del guardameta, mientras que en el segundo la acomodó rasante junto al palo izquierdo.
Boca y el Napoli: una pasión, una consagración
Diego y su magia inundaban La Paternal de regocijo, pero el fútbol le pedía dar un salto, buscar otro horizonte donde ratificar lo hecho hasta ese momento. Recibió varias ofertas para jugar en otros clubes, pero recién en 1981 decidió dar ese gran paso en su carrera, con todo el dolor que significaba dejar Argentinos Juniors. River hizo el mejor ofrecimiento, pero el sentimiento “xeneize” de la familia Maradona terminó por convertirlo: “Sería muy lindo verte algún día con la camiseta de Boca”, le dijo “Don Diego” a su hijo por las callecitas de La Paternal. “Pelusa” se conmovió y no lo dudó. Habló con Jorge Cyterszpiler, su representante, y apuró el trámite.
Con muy poca plata a disposición y una crisis financiera importante, Boca ofreció cuatro millones de dólares por el préstamo de Maradona y los pases de Santos, Rotondi, Salinas y Randazzo. Este último casi frustra la negociación porque no quería ir al “Bicho”. Finalmente, el sueño de “Chitoro” se cumplía. Su hijo llegaba a Boca y “Pelusa” no tardó en convertir su amor en rojo por uno azul y oro.
Otra vez Talleres se interpuso en su camino. El debut de Diego con la casaca “xeneize” fue ante los cordobeses. Jugó infiltrado, pero cumplió con dos goles de penal para redondear un 4-1 final, ante la mirada cómplice de una Bombonera que lo adoptó como un ídolo desde el primer instante. “Lo quería Barcelona, lo quería River Plate, Maradona es de Boca, porque gallina no es”. El canto, estruendoso, bajó desde los cuatro costados de la cancha.
El primer Superclásico fue el 10 de abril, un viernes lluvioso y con una Bombonera embarrada por doquier. El partido estaba 2-0 y Maradona culminó la noche con un puñal que quedará para siempre guardado en la historia del fútbol argentino. Hizo pasar de largo a Ubaldo Matildo Fillol y Alberto Tarantini, los desparramó adentro del área y definió con el arco a su merced. Golazo. Otra obra cumbre en un campeonato que finalizaría con el título y un Diego en andas saludando a todos su súbditos.
Luego llegó la etapa de Europa. La economía argentina se derrumbó de la mano de Alfredo Martínez de Hoz y Boca no pudo pagarle lo pautado a Argentinos. Ahí apareció el Barcelona, quien puso los dólares sobre la mesa y se llevó a “Pelusa” al viejo continente, aunque el propio Diego quería quedarse en La Ribera al menos por unos años más. Fueron 5.900.000 dólares para Argentinos, 2.300.000 para Boca y un contrato de 5.500.000 de la moneda norteamericana para Maradona por tres años de vínculo.
En su primer partido, el 5 de septiembre de 1982, el Barça sucumbió 1-2 ante el Valencia de Kempes. “Maradona es un invento de los argentinos”, comentó la prensa española, con un sumiso aire de relajación. Pero si bien Diego tenía la fuerza necesaria para dar vuelta la historia, el camino se llenó de espinas. Una gran tarea personal en el primer derby ante el Real Madrid, pero luego una hepatitis a fin de año lo dejó casi tres meses fuera de las canchas. La llegada de César Luis Menotti al banco culé le dio ánimo para ganar uno de sus tres títulos con la “blaugrana”: la Copa del Rey, nada más ni nada menos que ante el eterno rival, en junio del ’83.
Pero en septiembre otra vez se derrumbó lo que tanto le había costado edificar. Una criminal patada del vasco Andoni Goitkoetxea le rompió los ligamentos y el maléolo del tobillo izquierdo en un partido frente al Athletic de Bilbao. 106 días pasaron para que Diego vuelva a jugar un partido oficial. En mayo del ’84 otra vez la vida lo puso frente a frente con Goitkoetxea y el vasco, sin ningún tipo de remordimientos, le aplicó un tremendo planchazo al argentino, en una final de Copa del Rey. Ese día fue la última vez de Maradona con la camiseta azulgrana, en la dura derrota 0-1 en el Bernaubéu y con un escandaloso final. Diego participó de la gresca y, junto a otros jugadores, recibió una sanción de tres meses sin jugar por parte de la Federación Española
Su carrera pedía casi a gritos una bocanada de aire fresco. Ahí apareció un equipo italiano, el Napoli, cuyo presidente, Corrado Ferlaino, desembolsó 7.500.000 dólares para quedarse con su pase. En la presentación, la tarde del jueves 5 de julio de 1984, Maradona comenzó a tejer una nueva historia de idolatría. Un estadio San Paolo repleto lo homenajeó, parecía armado. Miles de fanáticos se puñaron en el mítico estadio italiano para saludar a su nuevo rey.
Diego lo ganó todo. Fue el impulsor de un equipo pobre del sur que se devoró a los ricos del norte. Le dio incesantes alegrías a un pueblo napolitano vencido, que precisaba saciar esa infelicidad social. Maradona lo hizo, fue héroe, prócer y el ídolo máximo de un club que llegó a la gloria gracias al mejor Diego de todos los tiempos. Con la meta de salvarse del descenso, Napoli cumplió con creces de la mano del argentino, quien fue el tercer goleador del Calcio con 14 goles.
La consagración absoluta llegó en la temporada 1986/87: campeón del Scudetto con un Maradona en su máxima expresión. Más tarde se quedó con la Copa Italia y en los años siguientes ganó la Supercopa de Italia, otra copa local y una liga más. Además, en 1989 volvió a dar otro golpe en Europa con la camiseta celeste: campeón de la Copa UEFA. La gloria en un solo club, la magia en un solo pie, ese zurdo de rulos morochos que enloqueció y enfervorizó a los napolitanos, que les devolvió la alegría en forma de pelota. Hoy y siempre, Nápoles lo amará como a su mejor héroe, como al mejor representante de ese sector pobre de Italia, que resurgió de las cenizas para cachetear a los del norte y mojarle la oreja a los grandes de Europa.
La Selección, ese hogar que siempre le perteneció
Su crecimiento a pasos agigantados en la Primera de Argentinos lo llevaron a la Selección. César Luis Menotti lo convocó para jugar un amistoso contra Hungría en La Bombonera, el 27 de febrero del ’77. Entró en el segundo tiempo en reemplazo de Leopoldo Jacinto Luque. Argentina ganó 5-1 y ese día, con la 19 en la espalda, recibió la primera ovación con la albiceleste.
La mayor frustración fue al año siguiente. El Mundial se jugaba en Argentina y Maradona, en pleno crecimiento en Argentinos, sabía que era número puesto para ocupar un lugar en el plantel que jugaría la Copa del Mundo. Pero el 19 de mayo Menotti sorprendió: eligió a Villa, Alonso y Valencia y dejó afuera a Bochini y Diego. Un golpe que marcaba una incógnita de asimilación en la vida del astro.
En 1979 disputó el Mundial Juvenil de Japón. Junto a Ramón Díaz, Gabriel Calderón y Juan Barbas, entre otros, hicieron madrugar a todos los argentinos. El grado de somnolencia valió la pena. Los purretes dieron cátedra y se quedaron con la Copa del Mundo tras venecer 3-1 a Unión Soviética en la final. Anotó seis goles en la misma cantidad de encuentro y deleitó a los fríos japoneses que llenaron los estadios para ver a la Argentina de Menotti y Duchini.
Luego llegaron los Mundiales con la mayor. En 1982 fue a España, con la guerra de Malvinas desatada del otro lado del mapa, pero la FIFA insistió que la pelota debía rodar. Argentina llegó confiada con la obtención de la primera Copa del Mundo en el ’78, pero se fue humillada por Brasil en la segunda ronda. Diego tuvo un torneo irregular y lo completó de la peor manera: con una expulsión por un terrible planchazo al brasileño Batista. Fue el más golpeado del Mundial, pero para los habilidosos no hay piedad. Se fue con la cabeza gacha, jurando una venganza que no tardaría en llegar.
Se vuelca casi imposible encontrar nuevas palabras para describir el Mundial de México ’86. La Selección de Carlos Bilardo llegaba por la ventana, con serias dudas y un equipo que no brindaba ilusiones. Pero Maradona, por entonces sin un brillo propio con la celeste y blanca, se vistió de ángel y desplegó sus alas en todo su esplendor. Tomó la pelota y se hizo el dueño absoluto de la Copa del Mundo. Se convirtió en leyenda y sacó a relucir lo que nunca le faltó: su amor por la camiseta. De su mano, valga la redundancia, Argentina se quedó con su segundo título mundial. Transformó ciento de patadas en goles de todos los colores, transmitió una energía motivadora, contagió un hambre de gloria absoluto en un plantel que lo tomó como líder. Convirtió el mejor gol de la historia y edificó una actuación memorable, la mejor actuación individual de todos los Mundiales.
En Italia 1990 el pueblo argentino lloró al son de sus lágrimas. Insultó a los italianos al ritmo de sus labios, sufrió con ese tobillo en forma de melón y castigó con maldiciones a sus detractores. Maradona llegó a esa Copa como la estampita santificada de cada uno de los argentinos, que gozaron con el triunfo ante Brasil y golpearon sus puños con las decisiones de Codesal en la final. Diego lloró como nunca, pero lo sintió como siempre.
El golpe más duro y el final menos imaginado llegó en Estados Unidos 1994. Luego de un tiempo fuera de la Selección volvió a para poner el hombro en un repechaje contra Australia. Se sufrió para llegar al norte, pero se logró, con Alfio Basile como entrenador. Diego se preparó de forma magnífica, con 34 años parecía un pibe, se lo veía entero desde lo físico, desde lo mental y futbolístico. El equipo debutó con un triunfazo ante Grecia y esa cara que quedará grabada por siempre en un festejo alocado, lleno de alegría y desatando la furia contenida para poner el tercero del definitivo 4-0. Luego llegó la trabajada victoria ante Nigeria y una tarea superlativa de Maradona. Pero la FIFA, vestida de una enfermera rubia, le cortó las piernas. Dejó a la Selección sin alma, sin capitán, sin fútbol ni corazón. Otra vez el doping, otra vez esa maldita sombra que le dio el golpe de nocaut.
Así fue su despedida con la Selección, un epílogo que merecía otro final. Pero Diego siempre fue así, como su carrera, una oscilación constante, una mutación entre el drama y la comedia, entre la complejidad de lo abusivo y el placer del regocijo. Generó odios y adeptos con su personalidad, pero nunca indiferencia. Aunque en el fútbol gana por goleada: fue, es y será por siempre el ícono del fútbol argentino. El mejor, el de siempre: Diego Armando Maradona.
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